“Acostado espero que se me cruce un sentimiento. De improvisó salto de la cama y camino hasta una ventana. Mirando fijamente los contornos, logro captar la profundidad que está tras el vidrio. Fijo me quedo disfrutando de esa inmensidad y empiezo a sentir que floto. Mi alma se convence que no tiene límites y traspasa la barrera transparente. Salgo y recorro todo lo que mis ojos logran distinguir, sintiendo el aire en mi rostro y el ruido del entorno. Mi corazón late con fuerza dándome la energía necesaria para mantener el vuelo, más allá de los límites que impone mi humanidad.”
Esa es la primera acción que tomo, luego que el sonido penetrante del reloj despertador me arroja fuera de mi cálido sueño. Percibo que la jornada comienza y parte el esfuerzo por abandonar el tibio calor de mi mujer. Determinado, me levanto y aproximo a la ventana, como el único aliciente para comenzar a evaluar y configurar mi voraz desplazamiento, hasta el puente de las ventanas.
Camino raudo hasta el baño y me introduzco en la tina. Pensando en la hora, calculo el tiempo que tengo para estar bajo la ducha, pero no me acuerdo hacia donde apuntaban las manecillas del reloj - las siete diez, parece -. Al terminar, abro la ventana y el vapor huye hacia el exterior.
Ya estoy vestido. Solo me queda ordenar mi pelo con el bien ponderado gel, el cual logra doblegar hasta el más rebelde de mis cabellos. Mirándome al espejo ya empiezo a reconocerme, y sé que estoy listo para que mi hijo reciba - de parte mía es lo que no me gusta -, el vendaval del despertar.
“Miro a mi hijo desde el ángulo que me da mi altura, y veo cuanta grandeza puede o no percibir. Busco el mejor momento para comenzar a desarmar sus castillos, que en sus sueños cruza sin cesar. Mientras sus ojos se comprimen, odiando el momento, sé que es tiempo que me acompañe en esta realidad. Aguardo y ya puedo comenzar mi camino, cuando escucho un buenos días papá”.
Aveces no termina tan bien, y tengo que recibir los improperios del Nico. Inclusive me sigue hasta la el portón de la casa, y lo sacude bien fuerte para que yo sepa cuan enojado está conmigo. De ahí en adelante, solo me quedan dos cuadras para llegar a la arteria vial y subirme al transporte colectivo. A esas alturas, espero que mi hijo sonría con su madre que lo va a dejar al jardín.
Cuatrocientos tres es el número y con prestancia lo hago detenerse. Comúnmente son tres escalones, trescientos pesos, un pasillo angosto y mucha gente dormitando. Entre tirones y desplazamientos de la propia inercia, provocada por las suaves detenciones del chofer, que es lo cotidiano que debo soportar, sobrepasamos la carretera y despega la maquina de 5 toneladas:
“ T menos 45 minutos. Señoras y señores, niños y niñas, escolares bienaventurados, dormilones, lanzas, y todo ser que necesite llegar al centro de la capital. Este transporte comienza su desplazamiento, como un verdadero bólido, hasta Bandera con la Alameda. La transmisión de la máquina es automática y, obviamente, no nos faltan ventanas para que usted, se entretenga con el paisaje que tiene mucho contenido vial. Cambio y fuera, la bajada es por atrás.”
Automáticamente me fijo en las ventanas del omnibus. El encierro, hacinamiento y, de vez en cuando, pavor es mitigado por las cavidades protegidas por vidrio y goma, las cuales me muestran el cielo y la tierra – esa llena de casas, calles, autos y gente -. Quedo entonces mirando a través de ellas, para observar la espacialidad que representan, para con mi limitada vida.
Por fin visualizo la llama. Símbolo y, a la vez, señal que me indica que estoy próximo a mi descenso del transporte público y que he de pasar a la tracción particular. Me sumerjo en un corredor que atraviesa por debajo la Alameda, adosado al costado oeste de Sub Bandera. Al otro lado, emerjo y me encuentro frente al puente de las ventanas.“Veo desde la perspectiva y con un buen punto de fuga, la magnifica estructura arquitectónica que evoca la grandiosidad, de la institución a la cual pertenezco. Mientras me aproximo, las ventanas se multiplican y mi júbilo crece a cada paso. Elevo la vista para contemplar en mi alma, cuán compungido me debe observar, desde la misma posición, mi hijo. Sonrío entonces ya que logro ver las mismas ventanas que Nicolás ve cuando me mira”
Hache Kija Olg.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario